Los ciclópodos

Sobre el pasado de la bicicleta

¿Cómo logró su libertad
la bicicleta abandonada?
Pablo Neruda

ALLÍ ESTÁ la bicicleta. Amarrada con una cadena a un grueso anillo de fierro. Las piernas corren por su lado, pero ella espera, inmóvil. Quizás, para tentar a un relato ciego que nace con la brisa de la tarde.

Oscurece, hace frío. La espesa niebla se disipa y cede ante un rugido furtivo que sobrecoge a las demás bestias. Solitario, un altivo ciclópodo emerge de la selva. Raudo y brutal, dando formidables saltos, surca el valle. Se aposenta en los verdes pastizales de lo que en ese momento es un extenso y angosto paraje azotado por truenos y terremotos. Atrás, siguiendo su furiosa senda, le escolta una pequeña manada. Arriban de a poco, como llegan los primeros goterones en invierno.

Se reúnen a pastar. La llovizna baila en el espacio y humedece la alfombra de hierbas. Los paisajes de aquella difusa acuarela de colores se esconden a cualquier fantasía. Como otros animales salvajes, que vivieron antes de nosotros, los ciclópodos corrieron de un extremo a otro por la tierra disfrutando su soberanía sobre ella. En el largo y angosto paraje, entre cordillera y mar, cruzaron ríos con piruetas, poblaron los tupidos bosques, comieron y bebieron del infante amanecer del mundo. Hicieron sus correrías en el valle selvático que les ofreció el lugar ideal para sus diestras patas redondas y su liviano esqueleto.

¿Cuántos años vivieron tras ser olvidados? ¿Cuántas imágenes hay que invocar para alcanzar esa arcaica realidad? No lo sabemos. Solo husmeamos en la brisa de la tarde que nos muestra el paso de estos ligeros animales.

Tal vez con ellos crecieron también los volcanes y los metales gelatinosos que aún cuajaban en rocas. Recién los ríos bajaban arrastrando toda la materia que originaría la variedad de vida silvestre. Y todas las bestias se peleaban los frutos, los pastos y los pescuezos más carnosos. Los metales preciosos rodaban hasta el valle y se hacían uno con la vegetación. Quedaban ocultos en la resina misma de la selva. Donde ni los avaros extranjeros, que llegaron siglos más tarde, pudieran encontrarlos.

Los viejos cantores del pasado, con la pura imaginación, nos indujeron a creer que los ciclópodos comieron vegetales con la savia de metales recién fraguados. Aunque la historiografía, luego, nos enseñó que el valle era un territorio rico en metales preciosos, fueron los cantores quienes nos hicieron imaginar a los ciclópodos portando en sus cuerpos todo el tesoro que había estado en el valle durante siglos. Al advertir eso, hubo un paso para luego reforzar metálicamente todo su cuerpo. Se dice que así fue que los humanos pensaron en domarlos. Aumentando la dosis de metal en sus alimentos para llevar en ellos los tesoros que siempre se buscaron.

Ningún cazador, cronista, aventurero, historiador, arqueólogo o paleontólogo vivo ha afirmado ver una manada o a un sólo ciclópodo en estado natural. No se sabe mucho sobre su anatomía. Se ignora si les fueron agregados o no los pedales y el volante. Mucho menos se sabe porqué nuestros antepasados prefirieron a los caballos. Seguramente por ser de mayor tamaño, y por ahorrar energía con un animal que hace el mismo toda la fuerza. Lo cierto es que desde la venida del europeo encaballado los ciclópodos fueron olvidados. Algunos creen que emigraron para no ser domesticados. Que tras una violenta sublevación huyeron quedando confinados sólo al recuerdo onírico.

Hoy sabemos que el caballo hizo patria en nuestro país. Y que el ciclópodo se escondió en lo recóndito de una nación que empezaba a crecer. En los pueblitos, los lugareños los montaron para ir sus trabajos. Anduvieron por los caminos de tierra y piedra con sus familias colgando. Ellos les llamaron bicicleta. Un nuevo vocablo para indicar la expropiación de su naturaleza. Domesticación pura. Humana pertenencia. Pero nunca total sumisión, porque el ciclópodo siguió siendo un animal chúcaro. Siempre manteniendo su secreta bestialidad. Cuando salta repentinamente en el camino pedregoso, cuando nos moja la espalda con su rueda centrífuga, es porque, como en todo animal, su salvajismo le arde en la sangre. Ahí vive el ciclópodo que quiere emerger, que quiere volver a la selva y a las antiguas correrías. Ahí está la libertad contenida, presa en una jaula de metal y caucho.

Mientras en el cielo se oculta la tenue luz del día, la bicicleta sigue allí, estacionada. Olvidada por la indiferencia. Deseosa de partir, o de que alguien se anime a liberarla con una breve historia.

Talca, 2011

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