El viaje

Navegantes kawésqar en los límites del mar

A mi amigo Cristofer

NUESTROS ABUELOS estaban orgullosos. La familia nos miraba con respeto. Su atención nos llenó el pecho de ese gran valor que se necesita para salir a una aventura así. Con esa fuerza partimos. Con el soplo de sus miradas.

Igual que otras veces nos despedían desde las rocas, pero ahora estaban todos. Incluso, los kawésqar de las islas del interior.

Desde la embarcación, la costa se veía cada vez más pequeña. Salimos de la bahía en dirección a lo mas profundo del mar. Íbamos en silencio, cada uno pensando en el destino que perseguíamos. Nunca nadie de nosotros había ido tan lejos, en una aventura tan arriesgada. Queríamos saber qué había más allá. Por eso estábamos nerviosos, porque no sabíamos si regresaríamos.

Nuestros abuelos nos contaron la historia del gran C’askar y nosotros, al zarpar, nos sentíamos como él, adentrándonos en el mar. Le temíamos al mar y sus límites, es verdad. Al abismo donde todo acaba, como contaron los hombres pájaro que visitaron nuestro hogar cuando los abuelos eran pequeños. Le temíamos, pero también queríamos llegar a la casa del hombre pájaro. A la tierra flotante donde están los gigantes de piedra. Queríamos llegar allá. Donde las mujeres embarazadas pescan junto a sus hombres. Deseábamos ver el paisaje que el hombre pájaro le describió a mi pueblo hace años, y que nos ha hecho soñar por generaciones.

Sabíamos lo grande que es esa inmensa masa viviente que está llena de frutos, pero también de peligros. Nos habían advertido sobre sus bordes, en donde las embarcaciones caen y los tripulantes se pierden. Los hombres pájaro lo supieron por los guerreros de pelo dorado que viajaron hasta ellos, con sus cascos con cuernos y armas de hierro, en naves de madera con cabezas de bestias talladas. Les previnieron de los límites del mar. Pero los hombres pájaro salieron. Llega-ron a nuestra tierra, sin quererlo. Salieron, tal vez, por el mismo impulso que nos hizo partir a nosotros.

La embarcación resistió las fuertes olas. No se había confeccionado antes una nave igual. Usamos varios troncos de coigüe y cuero de lobo atados con barbas de ballena. Cinco viajeros, nuestros víveres y utensilios. Una gran embarcación preparada para viajar por semanas. Pero las estrellas se nos escaparon. Ajajéma se apoderó del mar y no logramos orientar la nave. La marea nos empujó a la niebla. Hacia la gran estrella austral. Sabíamos que no debíamos ir hacia allá. Aunque las grandes ballenas nos seguían mientras el denso mar nos arrastraba al sur. No teníamos que ir allá, lo sabíamos.

Nos abrumó el miedo, lo único que veíamos era niebla. Días sin ver las estrellas. Sin viento. Sin saber donde estábamos. Los cantos de las ballenas nos abandonaron. Nadie se separaba del fogón de la embarcación. Creíamos que, perdidos del camino original, estábamos al borde del abismo.

Lo sucedido después fue insólito. Seguíamos vivos. Y nuestra nave en excelente estado. Brillaba el sol, y una calma marea nos desplazaba. Hasta que encontramos esta tierra flotante donde ustedes nos han acogido con hospitalidad. Al principio, nadie de nosotros pudo creer bien lo que pasó. En medio de la niebla llegamos a un precipicio donde el agua caía violentamente. Pensamos que era el fin. Nos encomendamos a nuestros antepasados y nos afirmamos. Cuando la punta sobrepasó el límite del mar la embarcación se ladeó para caer. Pero avanzó tan rápido que al desplomarse se fue de punta y permaneció posada en el agua nuevamente. No lo pudimos creer. Es difícil de describir. Como si la barca se hubiese colocado en la pared donde caía la casca-da. Pasamos de una superficie a otra. De un mar a otro. Y ninguno de nosotros cayó. De pronto quedamos navegando por la cascada, que ahora era nuestro nuevo mar. El límite, del que nos habían hablado, no era más que un paso a otra superficie.

No sabemos cómo volver. En eso hemos pensado. Queremos regresar y contarle a nuestras familias lo que hemos vivido. Lo que hemos visto.

Cuando el narrador calló un anciano que escuchaba silenciosamente se paró y echó una rama al fuego. He sabido, dijo, de historias similares. La fogata encendió y alumbró los cuerpos que estaban alrededor. Nosotros no somos un pueblo que acostumbre viajar, nos sentimos cómodos en nuestro hogar. Si quieren pueden quedarse para retornar, luego, su travesía. Y moviendo un leño del fogón concluyó: pero deben saber que todos llegamos aquí alguna vez en una embarcación.

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